Había una vez un niña de un monasterio zen que había nacido con unas alas.
Cuando se hizo mayor, su maestro le dijo:
-No todos nacemos con alas. Si bien es cierto que no tienes obligación de volar, creo que sería una pena que te limitaras solamente a caminar teniendo las alas que el Universo te ha dado.
–Pero yo no sé volar– contestó ella.
–Es verdad…–dijo el maestro. Y, caminando, la llevó hasta el pie de una montaña.
–¿Ves arriba la cima de esta montaña. Cuando quieras volar vas venir aquí y vas a subir hasta esta cima. Cuando llegues a ella vas a tomar aire, vas a saltar al abismo y, extendiendo las alas, volarás.
La niña dudó.
–¿Y si me caigo?
–Aunque te caigas, no morirás. Sólo te harás algunos rasguños que te harán más fuerte para el siguiente intento– contestó el maestro.
La discípula volvió al monasterio a ver a sus amigas, a sus compañeros, aquellos con los que había caminado toda su vida.
Los más estrechos de mente le dijeron: «¿Estás loca? ¿Para qué? El maestro está medio chiflado… ¿Para qué necesitas volar? ¿Por qué no te dejas de tonterías? ¿Quién necesita volar?».
Los mejores amigos le aconsejaron: «¿Y si fuera cierto? ¿No será peligroso? ¿Por qué no empiezas despacio? Prueba a tirarte desde una escalera o desde la copa de un árbol. Pero… ¿desde la cima?».
La joven escuchó el consejo de quienes la querían. Subió a la copa de un árbol y, llenándose de coraje, saltó. Desplegó las alas, las agitó en el aire con todas sus fuerzas pero, desgraciadamente, se precipitó a tierra y se golpeo en la cabeza.
Con la cabeza dolorida fue a ver al maestro que estaba meditando sobre una roca y le increpo:
–¡Me mentiste! No puedo volar. Lo he probado y ¡mira el golpe que me he dado! No soy como tú. Mis alas sólo son de adorno.
–El maestro sonrió y dijo con mucha calma –. Para volar hay que crear el espacio libre necesario para que las alas se desplieguen. Necesitas cierta altura antes de saltar. Para volar hay que subir arriba de la montaña y asumir riesgos.
Si no quieres esforzarte ni arriesgarte lo mejor será que te resignes y sigas caminando para siempre.
La niña reflexionó sobre las palabras del maestro. Buscó la montaña más alta del lugar, camino durante dos días y escalo durante uno más para por fin llegar a la cima. Con la mente serena y el corazón confiado, respiro hondo, abrió bien los ojos, y se lanzó al abismo y … voló y voló… Y desde las alturas pudo contemplar la belleza de todo el paisaje, comprendió el mundo desde otra perspectiva, acepto su potencial y su poder.